Con sólo escuchar la palabra Matanza me traslado,
mentalmente, a la década de los 60-70, cuando yo era una niña y María “la de la
cal”, celebraba la fiesta de la Matanza. Utilizo el término fiesta porque ese par
de días que duraba, todos y todas las vecinas éramos invitados a participar en
ese ritual, donde poníamos a prueba los cinco sentidos.
Llegaba
el “matarife”, que era el hombre que se dedicaba a quitar la vida al cerdo,
animal que previamente ya estaba atado y preparado en un banco de madera.
El
cerdo, como adivinando su futuro inmediato, iniciaba sus estridentes lamentos,
nada más verse con las cuerdas alrededor de sus patas. Algunos niños, como
hipnotizados, miraban la sangre cayendo en un barreño, donde una mujer la batía
con fuerza. El objetivo de este batimento era que no se cuajara, puesto que con
ella se harían las morcillas. Cuando dejábamos de escuchar esos terribles quejidos del
animal sabíamos que ya estaba muerto. Inmediatamente después entraba en juego
el olfato. En primer lugar, los hombres se situaban alrededor del cerdo,
armados con manojos de esparto encendidos. Se trataba de quemar los gruesos y
resistentes pelos del gorrino. Nos llegaba un fuerte olor, bastante
desagradable, la verdad. Posteriormente se le echaba agua hirviendo por encima
de la piel, para ser raspada con unas grandes cuchillas por un par de hombres.
Se trataba de dejarla limpia completamente de impurezas y pelos. A continuación,
los niños más osados, veíamos como se le desgarraba en vertical, de arriba abajo.
El mismo matarife quitaba la grasa, vísceras e intestinos y con una cuerda
gruesa lo ataban a una viga. Esa imagen, para mí, se asemejaba un crucificado boca
abajo. Allí lo dejaban hasta el día siguiente, con el fin de que perdiera el
resto de la sangre y se enfriaran las carnes. Ese
primer día, con la asadura del animal, se hacían las “patatas aliñás”, que se
ofrecían a todas aquellas personas que habían participado en el sacrificio. A la mañana del día siguiente acudíamos a seguir disfrutando
de esa hermandad que se creaba en la calle. El entorno ya estaba inundado de
olores ya que, nada más amanecer, se había encendido una lumbre en la chimenea y
sobre ella se encontraba un gran caldero lleno de cebollas con el fin de cocerlas
y ser utilizadas posteriormente como uno de los ingredientes de las morcillas.
Las mujeres eran las encargadas de lavar y cortar aquellas tripas que
anteriormente habían sido los intestinos del cochino. Dichas tripas se
rellenaban con la correspondiente masa para fabricar morcillas, longanizas,
salchichones etc.…Era un ir y venir frenético de mujeres y hombres, donde cada
uno sabía su cometido. Los hombres iban despedazando el cerdo. Mientras, las
mujeres, con una máquina que funcionaba con una manivela girada a mano y
cuchillas, iban picando las carnes y aliñándolas según el embutido que se fuese a
hacer en ese momento.
Una vez aliñada se cambiaba el mecanismo interior de
dicha máquina para que, en lugar de picar, fuese llevando la carne hasta las
tripas, previamente metidas por uno de sus extremos, en una especie de embudo
que se acoplaban a la máquina. Según el tipo de embutido que se quería hacer,
así era el embudo que se colocaba.
Sin duda alguna, era éste el mejor momento de la matanza para
los niños, puesto que todos, colocados en fila delante de la chimenea, esperábamos
que nos diesen una chicharra, que era como llamábamos a esa especie de
hamburguesa de carne de longaniza, sin introducir aún en tripa alguna, asada en
las ascuas. Efectivamente, un manjar para nuestro paladar. Y un privilegio
también, puesto que éramos los primeros en probar lo que más tarde serían los
embutidos. Una vez despiezado el cerdo, como ya he mencionado antes, las
piezas de tocino, paletillas, jamones y lomos se salaban o adobaban para su
conservación. Igual proceso se hacía con las costillas, columna, cabeza y patas.
En los tiempos de los que hablo eran escasos los domicilios donde existían congeladores
para conservar alimentos por largas temporadas. Algunos embutidos, tales como
chorizos o morcillas, se freían en grandes sartenes y luego se introducían en
orzas de barro, hasta cubrirlos de aceite. Otros embutidos, que se prestaban a
ello, eran expuestos al aire para ser secados. El último día celebrábamos el fin de la Matanza con los
chicharrones que se hacían con las cortezas de tocino que se utilizaba en los
embutidos.
En los tiempos actuales se va perdiendo la costumbre de la Matanza,
ya que está prohibido matar en las casas. Pero aún queda gente que compra la
carne y hace la matanza en su domicilio. Siempre. por supuesto. será más ecológica
y sana, ya que la mezcla que se prepara para fabricar los embutidos, no llevará
ningún aditivo, como seguramente sí se les pone en las carnicerías industriales.
La
Matanza, tal como habéis leído, era una fiesta de olores y sabores propiamente
dicha. No sólo se comía y bebía, también era la manera en la que, en aquella
época, socializábamos y convivíamos.
Pepi Hoces